Software israelí permitirá traducciones simultáneas y automáticas por teléfono

Lexifone, una compañía israelí con base en Haifa, lanzará este mes un software automático que permitirá que las personas tengan conversaciones comunes y corrientes en diferentes lenguajes, sin necesidad de estar conectado a internet o llevar un smartphone.

Este nueva sistema permitirá conversar y automáticamente traducir su mensaje al lenguaje de la otra persona y viceversa.

El servicio comenzará a estar disponible en inglés, español e italiano, esperándose ampliar a otros idiomas como francés, alemán, portugués, así como al japonés, chino y coreano.

El sistema es diferente de otros softwares similares en varios aspectos. A diferencia de las aplicaciones de un smartphone, como el traductor de Google, el nuevo producto no necesitará una conexión a internet. Todo lo que se requiere es una conexión telefónica estándar, tanto a través de un celular, línea fija o VoiP. También permite una traducción automática continua, lo cual muchas aplicaciones no pueden hacer.

La tecnología trabaja a través de los propios servidores computarizados de Lexifon, que tienen un software de reconocimiento del habla que entiende y traduce una variedad de lenguajes usando diferentes "diccionarios de voz". El servicio se activa llamando al servidor de la empresa y luego conectando a la persona con la que uno desea hablar.

"La belleza de Lexifone es que la tecnología está separada de la experiencia del usuario. Usualmente uno tiene que adaptarse a ese nuevo avance, pero aquí lo técnico está detrás de escena. Uno simplemente habla y obtiene una repuesta", expresó Forest Rain Marcia, directora del área de marketing y comunicación de la empresa, quien agregó orgullosamente que ella no posee ni necesita un Smartphone.

Lexifone buscaba inicialmente atraer a empresarios que quisieran expandir su clientela, pero la empresa luego se dio cuenta de que su producto ayuda a personas y organizaciones de todo tipo.

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¿Por qué los niños franceses se portan bien?

Se comen toda la comida, no interrumpen a los adultos y saludan a las visitas. Los buenos modales de los niños galos sorprendieron tanto a una escritora estadounidense, que dedicó cinco años a indagar sobre el estilo de crianza en Francia y su marcada diferencia con los padres americanos. ¿El resultado? Un libro que describe el complejo equilibrio entre disciplina y libertad.

CUANDO llegó a Francia junto a su marido inglés, la escritora norteamericana Pamela Druckerman tenía claro lo que quería: vivir una vida tranquila y que su hija, Bean, por ese entonces de un año y medio, se enriqueciera con la experiencia de ser parte de dos culturas. Por supuesto, la niña no estaba al tanto de estos planes, y durante los primeros meses sólo se dedicó a lo que cualquiera de su edad haría: armar pataletas, no dejar dormir a sus papás y lanzar langostinos por encima de la mesa cada vez que intentaban comer en un restaurante.

Fue, precisamente, en una de esas ocasiones cuando Druckerman descubrió lo que se convertiría en su obsesión y en el tema de un libro que ya despertó la controversia y los elogios de medios estadounidenses, ingleses y franceses. Sentada en el restaurante, notó que el resto de los papás no tenía cara de querer irse inmediatamente, y que ni siquiera debía pedir un set extra de servilletas para limpiar el desastre que dejaban sus hijos. Aún más. Los pequeños franceses parecían entretenerse con su plato y ni siquiera intentaban interrumpir a sus padres cuando estaban en la mitad de una conversación adulta, una que Druckerman estaba resignada a no volver a sostener con su marido, al menos hasta que su hija estuviera más grande.

¿Qué hacía Francia con sus niños? Comenzó a indagar. Habló con amigos, con sicólogos y educadores, hasta llegar a especialistas de mayor renombre, que mostraron una decena de estudios. La conclusión era sólo una: la forma de criar en Francia es muy distinta a la estadounidense y también a la que conservamos en esta parte del mundo. Los niños franceses no tiran la comida se llama el texto donde Druckerman detalla la disciplina y la repetición de gestos específicos que hacen que estos niños se comporten, incluso desde las primeras semanas, de una manera que suena prodigiosa y que hace que sus padres no tengan que renunciar por completo al resto de sus actividades.

Pequeños adultos

Es un estereotipo, pero uno real: las mujeres francesas, incluso cuando están embarazadas o acaban de tener un hijo, se ven mejor que las de otras partes del mundo. La razón, dice Druckerman, está en que no sienten que su vida deba cambiar sólo por el hecho de esperar un hijo. Comen lo mismo de siempre, se divierten, se arreglan y siguen viviendo la misma vida de siempre. Las estadísticas parecen darles la razón. En ese país, la mortalidad infantil es 29% inferior que en Reino Unido y la mortalidad antes de los cinco años es 50% más baja. No es todo. De acuerdo a datos de la Unicef, el 6,6% de las guaguas francesas tienen bajo peso al nacer; en Estados Unidos, la cifra es 7,5%.

Y eso que siguen recomendaciones médicas que acá parecen una locura. Los períodos de lactancia, por ejemplo, son cortos. De hecho, según Druckerman, es mal visto que una mujer dé leche después de los tres meses. La forma de ver el embarazo y su postura frente a la lactancia dan cuenta, según la escritora, de algo muy relevante: las francesas no se sienten responsables de todo lo que les pueda pasar a sus hijos y, por eso, no creen que tengan que sacrificar completamente su vida para darles en el gusto.

Y ese pensamiento se hace presente en cada etapa de la crianza. Cuando las guaguas tienen pocas semanas de vida, por ejemplo, sus papás esperan por lo menos cinco minutos antes de ir a ver por qué lloran en la mitad de la noche. El pediatra francés Michel Cohen asegura en el libro que esto les enseña a los niños a controlar su propio sueño. Los franceses no le dan ese nombre, pero Druckerman se refiere a esta espera como "la pausa". Todo parte así: los galos asumen que los niños son personas chicas, pero personas al fin. Por eso creen firmemente que tienen la capacidad de controlarse y entender que sus papás no pueden atenderlos a cada momento. Pero hay que darles la oportunidad de darse cuenta. "La pausa", entonces, es el tiempo que los franceses dan a los niños para usar sus propios mecanismos de control. Tiene lógica. Según Cohen, es normal que las guaguas se muevan y hagan sonidos durante la noche, lo que no significa que hayan despertado. Según explica, duermen en ciclos de dos horas, pero si se acostumbran a recibir atención cada vez que despiertan y lloran, les será más difícil reconectar estos ciclos de sueño.

Un estudio de la investigadora Teresa Pinella, publicado en la revista científica Paediatrics, concluye algo similar. La investigación puso a prueba dos reglas: no acariciar ni regalonear a las guaguas antes de acostarlas, para que se acostumbren a diferenciar el día de la noche y, en caso de que se despierten, sólo pasearlas, pero no amamantarlas. Un grupo de papás siguió estas reglas y el otro, no. A las tres semanas de vida, todas las guaguas tenían el mismo patrón de sueño. Pero a las cuatro, el 38% de las del grupo que seguía estos principios dormía toda la noche, frente al 7% de los bebés del otro grupo. Y a las ocho semanas, la totalidad de los menores del primer grupo dormía toda la noche, versus el 23% de los otros.

Para los franceses no es normal que una guagua los mantenga en vela, algo que contrasta fuertemente con la realidad de otros países. Según una encuesta de la Fundación Nacional del Sueño, en Estados Unidos, por ejemplo, el 46% de los niños de entre uno y tres años despierta en la mitad de la noche, pero sólo el 11% de sus padres cree que esto representa un problema de sueño. Para la mayoría, simplemente, es parte de la crianza.

Si a estas alturas usted cree que el método francés suena a maldad, porque obliga a los niños a crecer antes de tiempo, Druckerman entrega una respuesta: los galos no tratan a sus hijos como adultos, buscan que cumplan con ciertas normas sociales, como debe hacerlo cualquier persona que quiera ser tratada con respeto.

Una idea que, por cierto, no es nueva en Francia. Se remonta al siglo XVIII, cuando Jean-Jacques Rousseu publicó Emile o De la educación, donde habló del necesario espacio de autonomía que debían tener los niños, uno que siempre debía venir acompañado de responsabilidades. A mediados de los 70, la sicoanalista y pediatra francesa Françoise Dolto recogió este concepto y, a través de un popular programa de radio y varios libros que fueron éxito de ventas, se convirtió en el referente de los padres franceses por excelencia, dictando los mandamientos no escritos de la crianza, pero que todo galo respeta hasta hoy.

El del saludo, por ejemplo. Para nosotros no es nada de raro llegar a la casa de amigos o de familiares y encontrar a uno de sus hijos tan absorto frente al televisor o el computador, que ni siquiera se da cuenta de que alguien entró. En Francia, saltarse el saludo o la despedida es una falta de respeto mayúscula, que avergüenza a los papás de ese niño y los obliga a ofrecer disculpas a los invitados. La mayoría de los padres en Chile y en muchas partes del mundo les enseña a los niños a decir "por favor" y "gracias". Druckerman explica que estas son palabras importantísimas, pero que ponen a los niños en una posición inferior, porque están pidiendo o agradeciendo algo a los grandes. Sin embargo, saludar o despedirse los pone al mismo nivel de los adultos, lo que fomenta la idea de que ellos no pueden saltarse las cortesías que se les exigen a todas las personas. Desde chicos se acostumbran a que no son el centro del universo.

Aprender la tolerancia

Obviamente, ponerles límites claros a los niños no es un invento francés, pero allá sí se practica. La razón está en que en otros países esta idea parece ir en la dirección opuesta a la que hoy goza de más fama y que dice que, en todo momento, los niños deberían poder expresarse libremente. Los franceses no interpretan que cada cosa que se le ocurra hacer al niño sea una expresión de su individualidad, sino un mero capricho. Y, por lo mismo, no sienten el miedo que pueden sentir usted y la mayoría de los padres chilenos de frustrar a sus hijos cada vez que les niega el permiso para un cumpleaños, porque no puede llevarlos. Ellos están seguros de que no enseñarles el valor de la tolerancia les hace un enorme daño, pues generaría adolescentes y adultos poco resilientes, que se vendrían abajo a la primera oportunidad de que el mundo les diera la espalda.

Por eso, en la crianza de los niños más grandes aplican otro tipo de pausa, dándoles tiempo para que se aburran y busquen opciones cuando no pueden conseguir algo. Investigaciones sobre la importancia de este aspecto, existen muchas. La más importante es el clásico experimento del marshmallow, en los 60, donde el sicólogo Walter Mischel descubrió que los niños que eran capaces de aplazar la retribución de comerse de inmediato un caramelo con tal de conseguir dos más tarde, también lograban encontrar por sí mismos una distracción que los hiciera olvidar los dulces. Y éstos eran los mismos que, 14 años después, obtenían mejores puntajes en la prueba estadounidense de selección universitaria.

El niño tiene que aburrirse para aprender cómo distraerse por sí mismo. Dejar que el niño descubra el mundo por sus propios medios es vital en las madres francesas, dice Druckerman. Como lo demuestra un estudio transcultural de la investigadora Marie-Anne Suizzo: al comparar mamás francesas y estadounidenses, concluyó que para las primeras es "muy importante" promover que los niños jueguen solos, mientras que para las segundas, es algo "de mediana importancia". Tanto así, que los franceses incluso tienen un sobrenombre ofensivo para las mujeres que pasan todo el día con sus hijos. Las llaman mamás-taxi.

Pero tampoco se trata de irse al extremo. Pamela Druckerman explica a La Tercera que los padres que ella entrevistó también llevan a sus hijos a clases de tenis, de pintura y a museos interactivos. "Pero tampoco lo tienen como un objetivo en mente todo el tiempo. Es sólo por el placer de hacer estas cosas. También creen que los niños construyen resiliencia emocional y que son más felices cuando saben cómo jugar solos y cómo arreglárselas con tiempo libre y sin estructuras. La alternativa a esto son niños incapaces de enfrentar el aburrimiento y que necesitan y esperan ser estimulados constantemente, casi siempre por sus padres. Creo que el ideal francés es encontrar el equilibrio", dice Druckerman.

La comida que los civiliza

Los niños franceses comen cuatro veces al día. Ni más ni menos: a las ocho, mediodía, cuatro de la tarde y, luego, a las ocho de la noche. Esto implica dos cosas. La primera es que se acostumbran desde muy chicos a comer de la misma forma que un adulto y que pedir un dulce entre comidas es absolutamente impensado. O más bien, fuera de los horarios establecidos, porque la comida de las cuatro es el snack oficial en Francia, donde comen tortas o chocolate, lo que hace que desde chicos se acostumbren a esos sabores y no quieran llenarse los bolsillos de dulces cada vez que van a un cumpleaños.

Les funciona: sólo el 3,1% de los niños de entre cinco y seis años es obeso. En Inglaterra, casi el 10% y en Chile, según datos de la FAO, el 9,8%.

Pero no se trata sólo de la comida, sino también de lo que ocurre mientras se come. En general, aprenden a comer varios platos durante la comida: casi siempre una entrada, un plato de fondo y un postre, y deben al menos probar sabores fuertes, como los de los mariscos o distintos tipos de quesos, a fin de que diversifiquen su paladar. Ni hablar del típico cuento sobre las verduras, que hay que comer porque tienen vitaminas y son buenas para la salud. Los franceses les dicen a sus hijos que deben comerlas simplemente porque son ricas y las disfrutarán.

Además, comen con sus padres y eso hace una gran diferencia. Según la Unicef, un 90% de los adolescentes galos consume la comida principal del día con sus papás "varias veces a la semana", mientras que sólo el 67% de los ingleses y estadounidenses lo hace. Esto trae más consecuencias de las que se cree, porque así los padres aprovechan de transmitir modales apropiados para la mesa y potenciarlos en cada ocasión, a fin de que los niños no los olviden.

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